Homenaje a los Técnicos de la Escuela Industrial Superior

Por: Hernán Vargas

26 de Noviembre: Día del Técnico Químico

Se celebra en Argentina en homenaje al primer doctor en química, Enrique Herrero Ducloux, egresado un 26 de noviembre de 1901.
El génesis del universo es puramente químico, y es por la combinación de Carbono, Hidrógeno y Oxígeno que el milagro de la vida fue posible, y obviamente Dios, nuestro creador, fue sin dudas el primer y más grande alquimista. Millones de años pasaron, y de evolución, si así la queremos mencionar, para que el hombre comenzará a dominar la combinación de elementos y para bien o para mal obtenía los distintos materiales necesarios para levantar los primeros imperios. Quizás este raconto, casi fútil, de obviedades conocidas fue necesario para escribir un estado de animo de regocijo colectivo, y también personal.

Hace 25 años, un grupo de jóvenes estudiantes concluían, tras 7 años de esfuerzos familiares y voluntades personales, su carrera de técnicos químicos para abrirse paso en la incipiente vida profesional. Pero había muchos otros más, electromecánicos y constructores que al igual que nosotros andaríamos buscando distintos caminos y ya no nos veríamos más o tal vez si...
25 años... cuánta emoción, cuánta nostalgia y recuerdos.
Nos congregamos en lo que fue nuestra segunda casa llamada ESCUELA INDUSTRIAL SUPERIOR durante 7 años. Disculpen las mayúsculas que podrán interpretarse como altivas o soberbias, pero no es la intención en absoluto, son mayúsculas escritas con orgullo, humildad y sentido de pertenencia, escritas con lagrimas en los ojos y mucho amor.
Escuela Industrial Superior, emblema de excelencia y prestigio por fuera, pero una madre bondadosa y cálida por dentro, y concluimos que esto resulta gracias a las personas protagonistas a lo largo de tantos años, por lo que hoy homenajeamos a todos, desde aquellos fundadores por el año 1909 que creyeron que la educación pública debía, y debe ser de excelencia hasta los que nos acompañaron a lo largo de nuestra carrera técnica, pero que hoy no pueden estar presentes físicamente pues partieron a la gloria eterna. Los traemos en el recuerdo y la memoria, les estamos infinitamente agradecidos por su incansable labor docente y por la amistad marcada a fuego de nuestros hermanos de cátedra, de aula y del taller.

Leí alguna vez que los objetos no valen nada sin la voluntad humana que los gobierna, que es una daga sino mas que un simple pedazo de metal sin la mano firme que la empuña ante el enemigo opresor.También un edificio no es más que un caja de cemento sino fuera por las personas que la llenan de historias y que esculpen a través del tiempo un maravilloso cumulo de recuerdos.
Allí esta, en calle Junín, esa maravillosa obra de arte, erguido templo de saber y conocimiento que al pasar el tiempo agiganta su nombre y excelencia.
Y fue así que un 25 de Noviembre de 2017 llevamos a cabo un emotivo homenaje en nuestras "bodas de oro y plata" de las promociones 1967 y 1992.
Y fue tiempo de reencuentros, de apretones de manos y besos, de risas y lágrimas. Caminamos abrazados por las escalinatas blancas hacia el salón de actos, las mismas que recogieron nuestros pasos vacilantes, cuando fuimos a rendir el examen de ingreso. El actual Director Mario Alliot nos puso al presente de la situación de la escuela y la necesidad que tiene la mísma de recibirnos para volcar hacia los estudiantes actuales nuestras experiencias.
Ivana Hernandez leyó un texto de Cristian Nuñez, me atrevo a mencionarlos pues son los protagonistas de lo leído y escrito. Y todos estábamos atentos a su lectura; los químicos, los mecánicos, los constructores, los presentes y los ausentes, los docentes y los no docentes, los de tantos años, los mismos de siempre, la promoción 1992...


Queridos compañeros, docentes, ex alumnos, amigos:

El azar, el destino o el andar —que acaso son lo mismo—, nos han traído a este lugar para que celebremos la euforia de estar vivos, el esplendor de estar sanos, el honor de la amistad y el placer de la memoria.

Veinticinco años han debido pasar para que ajustemos y sincronicemos nuestros relojes a este preciso y único momento. Veinticinco años han debido transcurrir —a veces lentamente, muy de prisa otras— para que soplemos cada rescoldo entre las cenizas de nuestra memoria; para que dejemos en pausa nuestra vida con el objetivo de saborear este momento, este preciso y único momento.


Veinticinco años que nos hemos sacudido en el umbral de la puerta, antes de entrar a este lugar. Y ahora, este preciso y único momento lo es todo.

Porque cada vez que entonábamos la canción —esa canción—, cada vez que subíamos las escalinatas de calle Junín, cada examen que superábamos, cada recreo en el patio, cada anécdota en la cantina, cada pasar al frente, cada lámina terminada y manchada de tinta al final, cada banqueta mal hecha, cada hora libre esperada, cada machete —que bueno… nunca usamos, cabe aclarar— han sido y son la cifra de nuestra existencia. Son la medida de lo que fuimos y de lo hemos hecho desde entonces.

Porque cada campanada, cada media falta, cada planchar el guardapolvo, nos ha forjado e inspirado el alma. Por veinticinco años, todas esas cosas inmortales y profundas, se nos han hecho carne, sangre, vida. Somos el ábaco incansable, joven, imperfecto, pero valioso, con el que todos los profesores calculaban el futuro. Somos la apuesta ganada de aquellos paladines que creyeron en nosotros y en nosotros se reflejaban. Somos, en definitiva, el pulso del mundo. Y en este latido estamos. Veinticinco años después.


Y nos miramos unos a otros, sin creer que el tiempo —esa cosa insustancial de la que estamos hechos— nos haya cambiado. Nos miramos —sé que ahora nos estamos mirando, nos buscamos, sonreímos, sabemos— nos miramos, digo, y no podemos creer que aún somos los mismos que hace veinticinco años mirábamos al otro.

Ahí están los otros que hace veinticinco años decidieron ser nuestros amigos para estar hoy aquí. Y recordarnos —acaso para siempre— que hay algo que el tiempo no toca, que hay algo que el olvido es incapaz de marchitar.

Corazón y amistad, amigos. No hay cosa más importante, más profunda, más inmortal que pueda legarnos una escuela. No en vano decimos que es gloriosa. No en vano, decimos que nos marcó a fuego. Porque no es casual que nos haya tocado la Escuela Industrial Superior para vivir la etapa más dulce, más difícil, más íntima y más inolvidable de nuestra vida.

Y todo esto también se lo debemos a nuestros padres, a nuestras familias, que con sacrificio y esfuerzo, nos dejaban lo único que era importante para ellos, un título, algo que nos ayudara a defendernos en la vida, para formar luego nuestra propia familia y así continuar con el ciclo de la vida.

Ni las distancias, ni las inconstantes fortunas, ni las bifurcaciones de nuestros caminos, han podido separarnos. Pese a todo eso, hoy, veinticinco años después, estamos aquí, en este preciso y único momento.

Nos han guiado por la senda del bien, amigos. Y esa intrincada, paciente y esforzada senda ha valido la pena. Esa infinita senda que generación tras generación se va llenando de huellas y copia el dibujo, el mapa de nuestra alma.

¿Cómo no estar agradecidos? ¿Cómo no estar honrados? ¿Cómo no amar con la fuerza de la juventud y la inocencia, todo aquello que la Escuela Industrial Superior, significó y significa para nosotros?

Ahí están los otros, mírenlos. Dense vuelta, mírenlos. Ahí están: en el mismo lugar del que nunca se han podido apartar. Ahí están ellos, nuestros compañeros de siempre. Tal vez no nos fuimos nunca de la Indus. Tal vez nunca nos podremos ir. Y es que No queremos irnos. Que suene esa campana, no nos importa. Que siga sonando por siempre. No queremos irnos. Seamos, pues, en este preciso y único momento, aquellos que fuimos hace veinticinco años. Aquellos que fuimos y que nunca… nunca nos iremos.

Cristian Nuñez.